lunes, 19 de julio de 2010

Achicharraíca


Ayer, como buen dominguero chanero en la playa de Salobreña, tomaba el sol después de comer. Metida la fiambrera (hoy ¿tupperware?), en la nevera, sin aguardar las dos horas de la digestión, me sumergí en el agua y, al cabo del chapuzón, eché la toalla sobre las piedras con intención de cerrar los ojos y, al menos, relajarme. En la playa, a qué engañarse, nunca he podido echar una “pestañá”. Y ahí quería llegar yo. A las palabras que utilizamos los granadinos. Porque con mis ojos cerrados, como quien disimula, me dejé llevar no por el ir y venir del mar, sino con los palabros granadinos que aprendí de mis padres. Y que me aspen, si la clase social, cambia en algo las expresiones. Porque, al principio, centré mi atención en dos parejas; dos matrimonios con sus hijos. Uno más joven, con un hijo pequeño, y otro un poco más mayor, con una hija casi ya adolescente y otro hijo pequeño. La madre le dice a la hija: “Ay, por Dios, estás abrasaíca viva. Échate crema, mal torazón te den”. Yo seguí con los ojos cerrados (como se sabe, la atención en casos así depende del oído, no de los ojos). Y el abrasamiento del sol lleva a unas cosas y, cabriola impensable, las parejas y la adolescente, comenzó una disertación sobre el rock del Zaidín, y de ahí a las obras del metro, los espacios para la juventud en el barrio. La madre de la adolescente llevaba la batuta: “Este hombre (por el alcalde) me tiene achicharraíca. ¿Achicharrá a mí?, -mostrando una duda sorprendida por su propia frase-. Achicharrao a el Zaidín”. La otra mujer presente: “Pos no viste lo que lió con las viejas el día de la biblioteca que les quitaron la pancartas a las pobreticas”. Uno de los varones, el más joven: “El Zaidín es rock, pero como no le hace gracia al alcalde”. “Vaya, es que yo no sé como se puede aguantar tanta tontería”, siguió la madre de la adolescente que no contestaba a nadie pese a los frentes que le abrían. Ella a lo suyo. “Si hasta eso que había de los jóvenes lo ha quitao el tío”, intervino el varón que faltaba. “Si mi sobrino iba por allí el chiquillo y ahora pues, qué le queda..., el botellón”. “¡No tedicho que teches la crema, Rosa Mari, que te vas a abrasar como una salchicha!”, gritó la madre a la adolescente, regalando a mi curiosidad el nombre de la hija. “¡Ajú, que ya mechao crema hasta en, en, en...!”. ¡Lástima!, me dije, por no haber encontrado Rosa Mari nombre al último sitio en que se había echado la crema protectora. En ese momento, uno de los pequeños se dio en la boca con una piedra, se puso a llorar y todo fueron atenciones hacia él. La conversación derivó hacia el Real Madrid y yo puse la antena en otro sitio.

Por encima de mi cabeza, un matrimonio aparentemente joven, maduro ya, hablaba de la vida. Por la conversación supe que él era un prejubilado de banca, al igual que ella se había jubilado anticipadamente como profesora de un colegio concertado. Bien conservados, él preguntó: “¡Oye!, (como quien no quiere la cosa, para esconder que le lleva dando vueltas al asunto desde hace tiempo), ¿y tu hermana?”. “Ahí va la pobre”. “¿Qué fue del novio aquel, que era cura?”. “Pues que el muchacho, -contestó la mujer sin rodeos-, no se decidió, y ella esperó y esperó y nunca le vino bien ninguno”. Al rato, el hombre habló de la puesta de sol y desconecté hasta que volvió lo interesante cuando empezaron a hablar de un tal Manolito, un empleado del banco. “Me decía, Manolito: Sr. Director, marchando los balances. Pues te los pedí ayer, Manolito; y que sepa usted que aquí no se marcha, aquí se trabaja”. La mujer contestó: “¡Qué raro era, no se juntaba más que con los raros!”. Entonces entre ambos, me contaron la vida de Manolito. Muy finamente hablaron de amantes, de juergas, luego hablaron de sus hijas, de la tranquilidad ante su futuro, de que en Granada hace un calor que da miedo, hasta que la mujer, que era granadina, soltó: “¡Ay, por Dios, Antonio, me estoy achicharrando viva con este sol! ¡Mira que no traerte la sombrilla, coño!”.

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