Agustín Expósito nació en Francia y vivió en Granada durante más de sesenta años después de escuchar una llamada de otro mundo। Decrépito mordaz a la manera de un viajero que recorre las calles a la busca del sentir de la ciudad, fumaba en pipa y se calificaba como un humanista folk interesado en descubrir la identidad de Granada. Agustín Expósito sólo hablaba de Granada. Para él, la identidad citadina se hallaba en el Albaicín y el Realejo y cargaba todas sus culpas sobre los Reyes Católicos. Me aseguraba que nunca cruzó la línea que abría estos barrios al resto de la ciudad. Yo desconocía si había tenido mujer e hijos, a qué se dedicó los primeros años de su vida, aparte de a su búsqueda. Sin biografía, este personaje era todo un misterio. Por eso, acostumbrado como ya estaba a sus largos monólogos, la única actitud que pude tener ante él era la de escuchar y observar sus gestos, los muebles de su casa y la austeridad del decorado, la ausencia de libros sorprendente en una persona que durante sus disquisiciones aportaba mil datos, fechas, personajes, ambientes. En ocasiones, cuando hablaba, Agustín Expósito cerraba los ojos y hablaba como si estuviese en trance; yo aprovechaba para levantarme con sigilo de la única silla que había en su casa, -él se sentaba en un sillón de terciopelo rojo gastado-, y buscaba un cuaderno al menos, un lapicero, una prueba que demostrase que en algún lugar escondía el saber que albergaba. A veces pensé que Agustín Expósito no era más que un triste demente solitario.
La última noche que nos vimos me recibió embutido en una bata de paño. Le pregunté si tenía fiebre porque estábamos en agosto. Su casa constaba de dos habitaciones engalabernadas cuyas ventanas dan a un patio interior de no más de un metro cuadrado por donde era difícil que entrase el fresco de la noche granadina. No, me contestó, no tengo fiebre, ni he cogido un constipado; pasa y siéntete, dijo imperativo. Como siempre, me senté en la silla y aguardé que tuviese a bien comenzar el relato al que ya me tenía acostumbrado en cada visita acerca de Granada. Mientras, Agustín Expósito, cargaba su pipa con delicadeza. Tú conoces, me preguntó, ese cuento de Carpentier en el que la historia no camina desde el pasado al futuro, sino que desde el futuro, es decir, el presente, se camina hacia el comienzo. Sí, le contesté. Pues eso mismo ha sucedido siempre en tu ciudad, declaró, y en ello está empeñada. Y en su ciudad, repliqué. Bueno, sí, qué más da detenerse ahora en cuestiones de procedencia y pertenencia. Señor, Agustín, usted desde que lo conozco no ha hecho otra cosa que hablar de ello, sin hablar de usted mismo. Calla ahora chico; tengo que comentarte algo muy importante. Respetuoso, guardé silencio y me dejé envolver por el humo de su pipa, por el olor del tabaco quemado, por los claroscuros de su habitación iluminada con una lamparita apoyada en el suelo. No sé si pasaron segundos o varios minutos, la verdad es que me había detenido en el ascenso de una diminuta araña por la madera de la ventana. Granada…, comenzó, Granada nació muriéndose, por eso resiste. En ese momento, exhaló un suspiro atronador y cerró los ojos. De inmediato, lo zarandeé, no respondía, llamé al médico y cuando llegó sólo pudo certificar su muerte. Realicé declaraciones y trámites que en ese momento me molestaron, pero que entendí necesarios dadas las circunstancias. Después, salí a la calle y comencé a caminar. Doblé varias esquinas y volví a encontrarme delante del portal de la casa de Agustín Expósito. Un poco asustado, di media vuelta y tomé una calle que, lo hubiese jurado, conducía a la calle Gran Vía. Sin embargo, las calles parecían encogerse, como si de un espejismo se tratara pues se esquinaban cuando yo percibía un camino recto. De modo que retorné a la puerta de entrada del edificio donde vivía Agustín Expósito con la intención de comenzar desde un punto cero. No sé cuántas veces busqué el camino de vuelta a mi casa neurótico ya por el cruzar de calles que, de pronto, se habían tornado desconocidas y laberínticas para mí. No sé cuántas esquinas alcancé, cuántas aceras bajé y subí, a cuántas personas pregunté. Huían de mí como si yo fuese un demente. La última vez que recuerdo que topé con el portal de Agustín Expósito, empujé la puerta, entré al portal y me dormí en las escaleras. Cuando desperté, subí hasta la vivienda de Agustín Expósito. Había un folio en el suelo como si fuese un felpudo. Lo cogí y, al darle la vuelta, leí una nota dirigida hacia mí. Seguí las instrucciones y me dirigí al espejo del baño. Efectivamente, la ciudad había muerto y yo ahora tenía 78 años. Moriría justo después de nacer, o si lo prefería antes de haber nacido.
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2 comentarios:
Hola Migue, soy Cuca, acabas de dejar tu enlace,y 'deformación profesional', lo he leido.
Siempre pienso que casi nadie está capacitado para hacer una 'crítica literaria justa' pero siendo temeraria y bajo mi modesta opinión: excelente y lo que es más importante, me ha mantenido 'muy atenta'.Bs
Me encante que una narración me atrape. Esta lo ha hecho. Y mucho. Ventura
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