
La última noche que nos vimos me recibió embutido en una bata de paño. Le pregunté si tenía fiebre porque estábamos en agosto. Su casa constaba de dos habitaciones engalabernadas cuyas ventanas dan a un patio interior de no más de un metro cuadrado por donde era difícil que entrase el fresco de la noche granadina. No, me contestó, no tengo fiebre, ni he cogido un constipado; pasa y siéntete, dijo imperativo. Como siempre, me senté en la silla y aguardé que tuviese a bien comenzar el relato al que ya me tenía acostumbrado en cada visita acerca de Granada. Mientras, Agustín Expósito, cargaba su pipa con delicadeza. Tú conoces, me preguntó, ese cuento de Carpentier en el que la historia no camina desde el pasado al futuro, sino que desde el futuro, es decir, el presente, se camina hacia el comienzo. Sí, le contesté. Pues eso mismo ha sucedido siempre en tu ciudad, declaró, y en ello está empeñada. Y en su ciudad, repliqué. Bueno, sí, qué más da detenerse ahora en cuestiones de procedencia y pertenencia. Señor, Agustín, usted desde que lo conozco no ha hecho otra cosa que hablar de ello, sin hablar de usted mismo. Calla ahora chico; tengo que comentarte algo muy importante. Respetuoso, guardé silencio y me dejé envolver por el humo de su pipa, por el olor del tabaco quemado, por los claroscuros de su habitación iluminada con una lamparita apoyada en el suelo. No sé si pasaron segundos o varios minutos, la verdad es que me había detenido en el ascenso de una diminuta araña por la madera de la ventana. Granada…, comenzó, Granada nació muriéndose, por eso resiste. En ese momento, exhaló un suspiro atronador y cerró los ojos. De inmediato, lo zarandeé, no respondía, llamé al médico y cuando llegó sólo pudo certificar su muerte. Realicé declaraciones y trámites que en ese momento me molestaron, pero que entendí necesarios dadas las circunstancias. Después, salí a la calle y comencé a caminar. Doblé varias esquinas y volví a encontrarme delante del portal de la casa de Agustín Expósito. Un poco asustado, di media vuelta y tomé una calle que, lo hubiese jurado, conducía a la calle Gran Vía. Sin embargo, las calles parecían encogerse, como si de un espejismo se tratara pues se esquinaban cuando yo percibía un camino recto. De modo que retorné a la puerta de entrada del edificio donde vivía Agustín Expósito con la intención de comenzar desde un punto cero. No sé cuántas veces busqué el camino de vuelta a mi casa neurótico ya por el cruzar de calles que, de pronto, se habían tornado desconocidas y laberínticas para mí. No sé cuántas esquinas alcancé, cuántas aceras bajé y subí, a cuántas personas pregunté. Huían de mí como si yo fuese un demente. La última vez que recuerdo que topé con el portal de Agustín Expósito, empujé la puerta, entré al portal y me dormí en las escaleras. Cuando desperté, subí hasta la vivienda de Agustín Expósito. Había un folio en el suelo como si fuese un felpudo. Lo cogí y, al darle la vuelta, leí una nota dirigida hacia mí. Seguí las instrucciones y me dirigí al espejo del baño. Efectivamente, la ciudad había muerto y yo ahora tenía 78 años. Moriría justo después de nacer, o si lo prefería antes de haber nacido.
2 comentarios:
Hola Migue, soy Cuca, acabas de dejar tu enlace,y 'deformación profesional', lo he leido.
Siempre pienso que casi nadie está capacitado para hacer una 'crítica literaria justa' pero siendo temeraria y bajo mi modesta opinión: excelente y lo que es más importante, me ha mantenido 'muy atenta'.Bs
Me encante que una narración me atrape. Esta lo ha hecho. Y mucho. Ventura
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