No. He de reconocerlo. No me gusta que, en estos días, Colombia haya acogido un foro internacional sobre terrorismo, ni ver a los Príncipes de Asturias paseando por Medellín junto al Presidente de la República, Álvaro Uribe, y su señora, pues más que su mujer o su esposa, o su compañera o su pareja, es su señora y la de todos los colombianos.
Sólo hay que visitar de forma

más o menos asidua el semanario
Revista Semana, para darse cuenta de que el señor, Álvaro Uribe, no es un ejemplo de lucha contra el “verdadero” terrorismo. La Web lo pone fácil. Antonio Caballero, periodista amenazado, y otros como él, llevan denunciando los excesos que comete a diario el Presidente Uribe, la gente de su Gobierno o sus hijos. Ahí están los falsos positivos, un eufemismo del lenguaje que encierra una acción gubernamental execrable y que, sólo por eso, basta para que este foro carezca de legitimidad. Por si no lo saben, los falsos positivos, en esa tríada de la vida política colombiana (Gobierno, paramilitares y guerrilla), no es otra cosa que crímenes perpetrados por miembros de las Fuerzas Armadas que preside Uribe contra personas, civiles que, posteriormente, son utilizados como “efectivos golpes”, arma arrojadiza contra la guerrilla, es decir, son acusados de cometer atentados, en este tiempo, tan del gusto neoliberal, de atemorizar a la población con la fuerza del terror, socavando los derechos humanos para, a la postre, presentarse el Presidente Uribe como salvador de la patria, como garante de la ley y el orden, en una pugna antigua, demasiado antigua y demasiado callada en que se ha convertido la política y no sólo la colombiana.

Medellín, Bogotá, no son ciudades acosadas por el terrorismo. De existir, existió violencia estructural, no mayor que otras ciudades latinoamericanas de su entorno. Pero ninguna de estas dos afirmaciones que acabo de realizar son ciertas en puridad. La pugna terrorista, -narcotráfico mediante-, incluido el terrorismo de Estado, era una de las principales razones de la violencia estructural de ambas ciudades. Dos ciudades que han intentado salir del marasmo cruel en que se encontraban gracias a la gestión política de personas, de alcaldes que han contado con la colaboración de intelectuales como Martín Barbero y otros muchos, y que propuesto otra forma de convivencia, a través de la aplicación de verdaderas políticas culturales basadas en una nueva pedagogía cívica, sin temor a jugar con la población como formas de apropiación de una nueva conciencia ciudadana. Ha sido el esfuerzo de personas como Antanas Mockus, el que ha permitido que Bogotá deje de ser una ciudad caótica para convertirse en una ciudad que comienza a caminar por sí misma. Ha sido la política, no otra cosa, la que ha salvado de muerte segura a muchas personas. La política, tan denostada, tan necesaria. Bogotá, Medellín, son la muestra de cómo se pueden construir espacios de convivencia, de paz, de desarrollo, desde lo local, como manera de proyectarse de forma general hacia el futuro, hacia un camino de carácter más global. Experiencias, empresas de este tipo, son las que me hacen ser un municipalista convencido.
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