Cada tres por dos, seis. Es lo que dice un viejo conocido mío albaicinero los sábados por la mañana. Los domingos, cuando lo visito de vez en cuando, la cosa cambia, arremete contra el mundo y, disgustado, me replica que, cada tres por dos, a la mierda. Yo lo dejo hablar. A fin de cuentas, mejor desahogarse. Es en ese momento cuando saca su botella de anís y nos ponemos a beber. Aunque él, además de beber, suelta por la boca toda la mala leche que tiene en el estómago, como si el anís le hirviera dentro y le incitara a expulsar los dolores. Entonces, me cuenta sus batallas. Me habla del hambre y, en ocasiones, no sin rubor, pienso que son historias pasadas de un viejo decrépito, torturado por el transcurrir de los años y por la proximidad de la muerte. Tiene usted demasiados años, Agustín, y el anís le afloja y suelta por la boca siempre la misma cháchara. El viejo sonríe maléficamente por brindarle la excusa perfecta para que me replique, pero en ese momento, como si de un quiebro se tratara, me mira y, justo cuando creo que se arrepentirá de mi mofa, hace otro quiebro y me manda a tomar por el culo. Yo pongo cara de sorpresa y sonrío. Agustín, como él mismo expresa, me carga el vaso y me dice que mi sonrisa le gusta porque le recuerda la de uno de sus hijos que se largó con una gitana a Barcelona y, desde entonces, no lo ha vuelto a ver. La vida es así, continúa, unos vienen y otros se van; ya lo decía, Julio Iglesias. Ese sí que supo montárselo bien; menudo gamberro ha sido el gachón. En ese momento apura el segundo vaso y yo sé que esa es la señal que anuncia el final de la visita, pero al intentar levantarme, me frena con la mano para que continúe sentado. Y cómo no, yo me siento y espero que traiga al presente algo del ayer para conversar con él.
- ¿Qué?
- No sé, Agustín; usted dirá.
- ¿Cómo va la política?
Justo pensé en un pedagogo experto en educación para personas mayores que decía que lo mejor para que una pregunta fuese contestada era devolverla.
- Pues no sé, Agustín, cómo cree usted que va la cosa.
Esperé una respuesta pero me falló el consejo del experto pedagogo, pero insistí con otra pregunta: Por qué pierde siempre la izquierda en Granada. De nuevo pasaron unos segundos que me inclinaron a pensar que el viejo volvería a guardar silencio. Se levantó del sillón de escay rajado y apoyó la mano en el marco de la ventana con la vista fija en el suelo de la calle como si contemplara el golpeteo caprichoso del agua de la lluvia.
- ¿La izquierda, hijo mío?, ¿qué izquierda? Aquí nunca ha habido una izquierda de verdad.
- Hombre, Agustín, eso es mucho decir.
- Cá, te lo digo yo… Te lo digo yo, -volvió a repetir y en su expresión pude contemplar la desolación añosa de su rostro-. Ellos, hijo mío, hablan de reformas y vosotros contestáis. Sin embargo, viene un tiempo del carajo para todos y, cómo no, no hay más todos que los mismos de siempre. Como esta mañana en la radio con la dichosa Toma. Toma y daca, hijo mío. En fin, será mejor que te vayas. Debes perdonarme, pero los domingos de un viejo como yo no serían domingos si no me paso el resto del día solo.
- La Toma es importante, Agustín, -le digo mientras me pongo el abrigo-.
- Tanto como las reformas de las que tanto hablan.
En la puerta me despedí de Agustín hasta el primer domingo del próximo mes, que llegará como yo hice cuando bajé la Cuesta Alhacaba para coger el autobús que me llevara a mi casa dispuesto a pasar un domingo solitario como Dios manda.
jueves, 7 de enero de 2010
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